Puso en marcha el coche en el estacionamiento y dejó escapar la última bocanada de humo de un medio cigarro que empujó hacia afuera con la mano. Algunas volutas quedaron dentro y lo acariciaron, intuyendo que tenía ganas de un abrazo. Por fin iría de regreso a su casa después de una jornada de trabajo siendo obrero: clientes arrogantes, hacerse de palabras con el supervisor, comer de pie y en movimiento. Quería estar encerrado dentro de su pequeño universo, un coche casi en buen estado. Todo el día había tenido atorada una de esas gordas y agridulces lágrimas que se quedan en la boca del estómago y amenazan con precipitarse hacia el esófago cada vez que la menor brisa de aire sobre la fibra sensible provoca una melancolía leve-sostenida. Quería por fin crear un espacio introspectivo tan riguroso que la permitiera si era necesario trepar por la parte de adentro de sus pómulos hasta caer hacia abajo a través de sus ojeras. Se quitó los auriculares de la música, siguió manejando perdido sobre la gran avenida. Entonces se dijo que se hablaría claro en voz alta, por muy ridículo que fuera, pero su voz no respondió. No salió. No gritó porque no pudo, las cuerdas vocales en coma. En silencio, repasó lo que sentía: satisfacción, cansancio, miedo, felicidad. ¿Felicidad...? Estaba remezclado por dentro. Se preguntaba si era posible que a pesar de no ser la típica imagen de prosperidad existía dentro de sí una felicidad genuina. Estaba a pocos meses de cumplir los 25 y no era ni remotamente rico, ni famoso, ni extrordinario como siempre había querido. Era más bien normal. Corriente. Inclusive estaba a un día de terminar ese bloque de tiempo que tanto pesó, el símbolo de que siempre no, de que ya no sería lo que había soñado. Por lo menos no de joven. Nadie lo notaba: no era una exitosa perfecta imagen. Por eso lo sorprendía sentirse tan feliz. El júbilo le había dado un puñetazo de esos y lo había encontrado con la guardia baja. Estaba aterrorizado. Mientras manejaba y mucho antes de agradecer al cielo, pensó que, por regla de equilibrio, siempre que había recibido más un día, había encontrado menos el siguiente. Se había hecho hombre pagando (con intereses) las facturas de todo lo que se comió y eventualmente le fueron cobradas. Y entonces murió de miedo por sentirse tan pleno, tan completo. Se horrorizó de lo que podría encontrar quizás la mañana siguiente. Entonces, un corto circuito entre las dos chispas de felicidad y miedo al chocar precipitó un milagro. De repente, teñido de negro transparente, se encontró desprendido de su cuerpo y pegado - como un hombre de Vitrubio - a la telaraña de la noche y desde arriba, miraba pasar los coches del enorme paseo. Aprovechó su cuerpo abstracto, camuflado y nocturno para inducirse el llanto invisible que necesitaba. Así no habría prueba material de que lagrimeaba, nadie lo sabría. Se rompió así porque aunque parecía que mañana se despediría de algo que aprendió a querer, en realidad se despedía de sí mismo. Como en un entierro, sabía que después de mañana aquel estudiante no volvería a existir: esa parte suya, tan secretamente disfrutada, se perdía para siempre. Cuidando no arrugarle la piel a la obscuridad, suspiró fuerte, fuerte, y se dijo adiós. Entonces bajó una vez más la vista hacia lo que reconoció como el Paseo de la Reforma. Con la Diana Cazadora de fondo, iluminada en luces de colores lentamente intermitentes que la hacían única a cada momento, un acercamiento acelerado lo llevó a mirar un hombre joven despeinado, conduciendo un chevy arena cuatro puertas. Tomó de improviso mucho aire porque se maravilló en exceso de poder presenciar cómo en el corazón de México, y mientras alcanzaba a escuchar que desde algún lado de allí adentro se oía a Rosario cantar quedito una canción, una tarjeta postal en movimiento cobraba vida. El tipo sonreía pensativo, en gesto normal y corriente, pero emotivamente feliz con algunas trazas de nostalgia. La estatua luminosa lanzaba una flecha neón al centro de su frente. Aunque nadie lo notaba, aunque no era lo esperado o lo típico, era una perfecta imagen exitosa.
miércoles, 26 de julio de 2006
jueves, 20 de julio de 2006
Virtual publicación latina
Estoy contento, la revista electrónica de la Comunidad LAtinoamericana de Juventudes (CLAJ) que se llama ilatina, me publicó en su sección "Nuestra América Latina" un artículo que se llama México y su realidad: Necesidad imperativa de ratificar la Convención Interamericana sobre Tráfico Internacional de Menores. (Sí ya sé, un poco largo).
Pueden bajar toda la revista en pdf aquí. Mi artículo está en la página 30. Atención al artículo de mis amigos Leandro Rivera y Nina Frías, y al poema de Doña Beatriz Paredes.
Pueden bajar toda la revista en pdf aquí. Mi artículo está en la página 30. Atención al artículo de mis amigos Leandro Rivera y Nina Frías, y al poema de Doña Beatriz Paredes.
domingo, 16 de julio de 2006
No soy suficiente.
Necesito tres gargantas más para gritar y que se oigan mis voces. Más cuerpo para nadar entre las posibilidades, que se multiplican por segundo, succionándome. Y hay tantas canciones, tanta sangre, tantos libros, tantos pasos, tantos sonidos, tantas lecciones, tantos tantos que no caben en mi espacio. Pero los quiero todos. Me niego a renunciarlos. Aún eligiendo, siguen oportunidades chorreando mi espera: hay fortuna y hay desdicha aguardándome, pero no puedo bebérmelas enteras porque solamente tengo una boca.
La ubicuidad es mi obsesión irrealizable, que reclama al mismo tiempo que arranque todos los destinos sin dejar de cortar las malas hierbas que se me enroscan y no me dejan andar. Y en eso estoy. Abrumador. Angustiante. Energetizante.
Preciso más agua para llorarla por Líbano, más camas en qué levantarme de soñar sueños distintos, más manos para teclear mientras te acaricio y firmo tu cuerpo y le rompo los dientes a los cínicos y toco atento con los dedos las voces aterciopeladas que algo me dicen desde el fondo de las cuerdas y no escucho porque no hay tiempo.
Me faltan palabras, guitarras y ropa para transmitir al mundo que a veces me siento asesino, o rockstar, o azul, o anónimo, o revolucionario, o triste o muerto. No tengo saliva suficiente para escupir las caras de todos los que bloquean el crecimiento de esta, mi tierra sedienta de igualdad. Mi tierra que confía en mí, cuando estoy así de ocupado.
Y sé que a pesar de ir bien sujeto en esta montaña rusa onírica, voy a caerme y me estoy perdiendo de ti, que pronto te vas. De tus soles, tus obscuridades, tus luces, tus cuartos menguantes antes de desaparecer entre la selva de la noche... Y quiero cantarte, comprarte un libro para que lo leas cuando te hayas ido mientras yo sigo aquí con los pulmones saturados de humo en este remolino, darte un abrazo, beber café contigo.
La ubicuidad es mi obsesión irrealizable, que reclama al mismo tiempo que arranque todos los destinos sin dejar de cortar las malas hierbas que se me enroscan y no me dejan andar. Y en eso estoy. Abrumador. Angustiante. Energetizante.
Preciso más agua para llorarla por Líbano, más camas en qué levantarme de soñar sueños distintos, más manos para teclear mientras te acaricio y firmo tu cuerpo y le rompo los dientes a los cínicos y toco atento con los dedos las voces aterciopeladas que algo me dicen desde el fondo de las cuerdas y no escucho porque no hay tiempo.
Me faltan palabras, guitarras y ropa para transmitir al mundo que a veces me siento asesino, o rockstar, o azul, o anónimo, o revolucionario, o triste o muerto. No tengo saliva suficiente para escupir las caras de todos los que bloquean el crecimiento de esta, mi tierra sedienta de igualdad. Mi tierra que confía en mí, cuando estoy así de ocupado.
Y sé que a pesar de ir bien sujeto en esta montaña rusa onírica, voy a caerme y me estoy perdiendo de ti, que pronto te vas. De tus soles, tus obscuridades, tus luces, tus cuartos menguantes antes de desaparecer entre la selva de la noche... Y quiero cantarte, comprarte un libro para que lo leas cuando te hayas ido mientras yo sigo aquí con los pulmones saturados de humo en este remolino, darte un abrazo, beber café contigo.
Pero sólo tengo dos ojos perdidos en ti, una mente que es tuya, dos piernas hundidas en el barro, y una única garganta para intentar alcanzarte.
miércoles, 5 de julio de 2006
Me encanta
Me encanta abrazar gatos, sobre todo cuando hace frío y mientras me acuesto a ver alguna buena película de miedo en la tele. Me gusta ser testigo – y partícipe - de la victoria de algún país pequeño sobre un país grande en cualquier deporte o arte o ámbito. Me conmueven las sonrisas espontáneas que salpican furtivamente mi camino, en especial si la persona es muy vieja, o físicamente muy fea. Adoro oír la voz nerviosa de una madre que busca a toda costa ensanchar las oportunidades de vida de sus hijos porque los amó mucho antes de que nacieran. Me fascina ser un testigo anónimo del discreto guiño de la estatua de la Diana cazadora iluminada de noche sobre el paseo de la Reforma. Me encanta chuparme los dedos después de mojarlos en el queso tibio de los nachos y también emocionarme escuchando la voz de Mary J. Blige después de la de Bono sin poder contener uno que otro tarareo o gesto brusco o mueca siguiendo la música. Me gusta también pensar que soy mexicano, español, libanés, colombiano, francés, polaco, israelí, checo y rwandés al mismo tiempo; y que le debo todo a todos los países. Me mata imaginarme el octavo beso de la octava vez que amanezcamos borrachos besándonos a la orilla del Sena. Me gusta el olor a nuevo (en la ropa, los cuadernos y las personas); me encanta el olor a viejo (más bien en los libros y en los viejos). Disfruto oír la guitarra y la voz de los músicos que se suben a los autobuses a cantar buenas canciones. Me caen bien las madres solteras y l@s viud@s. Amo las formas espirales, como las de los caracoles o las papas curly o los cables enrollados en los dedos o los mechones de pelo rizado. Y leer y soñar que soy un personaje en un libro que luego se hizo película. Adoro saludar con gusto a los desconocidos por la calle, compartir ideas con los taxistas, reír con los dependientes, abrazar a los compañeros. También sentir cómo el olor de tocino recién frito por las mañanas sube desde la sartén hasta el pico de mis narices. Me fascina que me presenten gente extraña. También saber que mi amiga Pamela anda de viaje y está contenta y bien y ahí va. Me derrite el sabor de un buen cigarro compartido con alguien como Alexandra Uribe o como mi hermana o Christopher Sours, especialmente después de una cena pesada de por ejemplo, pasta con carne seguida de un buen café y una copita de Magno y claro, me encanta que leas esto que escribo. Y tú?
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