sábado, 20 de febrero de 2010

Santo Domingo

Nadie quiere ser un turista.

Cámara de fotos en mano, salí esta semana a explorar Santo Domingo. Naturalmente, como todos, quería evitar los restaurantes turísticos, los souvenirs, los guías, los caminos por todos conocidos. Quería vivir una “experiencia auténtica”.


Nunca ví ningún termómetro, pero estoy seguro que fui testigo de un Parque Colón hirviendo: Ni siquiera el viento del aleteo de los millares de palomas que volaban sobre la dicha de los recién casados que posaban para sus fotos de boda generaba un poco de fresco.

Recorrí pues ansioso la peatonal calle del Conde, a través de la que mis ojos voltearon poco tiempo hacia las pinturas y puestos y grupos de señores jugando dominó y ropas y bares y pilas de fruta para concentrarse en el festín visual cargado de abundantes (y exquisitos) pares de labios de ébano y chocolate. Mmmh*. Metros y metros de brillante piel obscura descubierta, cubriendo cuerpos naturalmente moldeados con el cincel de la perfección.

Me pregunté de dónde y cómo ha llegado a este contiente tal nivel de riquezas genéticas. Imaginé entonces sombras y gemidos generados en el pasado por la combinación de seres obscuros y claros: alquimia pura en las alcobas de estas calles, concibiendo una hermosa descendencia color cobre. Fue así como sentí nostalgia de vivir aquí en otras épocas de las que nunca había oído hablar para poseer cuerpos que ya están muertos y enterrados y así convertirme en ancestro de esta raza de diosas y dioses negros y mestizos que caminan sumidos en la divinidad sin darse cuenta.


Tras comprar un puñado de puros hechos a mano en La Casa de los Dulces y de desencantarme con la irrelevancia arquitectónica de la Plazoleta de Colón, pedí que me llevaran donde los dominicanos, a bailar. Se llaman colmados y son como misceláneas, con sillas de plástico y una pista. Los jóvenes del barrio invitan a sus vecinas, las musas de los cuerpos atezados y sublimes, ron o cerveza Presidente y bailan bachata y merengue. Si no hubiese estado allí, pensaría que aquello era una película de color y pasión caribeños: Rostros mulatos poseídos por el trance del baile o la cercanía de los cuerpos. Dientes brillando entre la maleza obscura dejando escapar carcajadas, dichos, chistes, bienvenidas. Pies desnudos sobre el pavimento, ombligos con sensuales perforaciones de brillantes, sandalias de colores…Todo ondeando tranquilo y cadente según la lentitud o fuego en la música.

La voz triste de (Ya no me acuerdo del nombre, es el padre de la bachata) inevitablemente me hizo lamentarme no vivir aquí hoy, por no tener a toda esta gente a mi lado, por no ser más importante en este idílico entorno, por no ser dominicano. Pensé que es un privilegio ser latinoamericano, y/o nacional de todos esos paraísos que me falta aún visitar y especialmente de los que – nostalgia en pecho – me faltó y me faltará conocer.

Fue así como entre trago y trago comprendí que no sólo añoramos las oportunidades que dejamos ir, las personas que nunca pudimos querer o los lugares donde nacimos.

Echamos también a faltar todo lo que podemos imaginar que hubiera sucedido en cuanto vivimos algo nuevo. Los lugares que no tuvimos, que no tenemos y que no tendremos. La gente que nunca conocimos pero por la que hubiéramos llorado su muerte.

Supe que no soy el único que se siente así: por definición los hombres añoramos ser y estar.

Menos mal que, para cuando me dí cuenta por qué ya nadie quiere ser turista, sonaba ya una alegre bachata de Héctor Acosta "el Torito".


*=Mmmmmh. MMMMMH. MMMMMMMMHHHHHH.

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