1.
Era 1999. Yo tenía 17 y estaba en Inglaterra para perfeccionar mi inglés y aprender a montar. Así fue, debo confesar, en todos los sentidos. La humanidad vivía desde hacía dos años la era Titanic: un mundo delicioso en el que la imagen mental más común era Kate Winslet desnuda, mi abuela aún no había muerto, Britney se apoderaba de nosotros y mi cuerpo era perfecto. Cada jueves, la escuela en la que estudiaba rentaba un antro que había sido capilla para que bailáramos y bebiéramos coca-colas hasta - creo - las ocho, hora en la que nos despachaban para empezar a servir alcohol a los mayores. Era yo el rey de reyes en esa pista. Ponle que había italianos, húngaros y demás mucho más galanes...nomás que yo sí bailaba. Medio mal para estándares mexicanos, pero como dios para estándares europeos. Y entonces, las rusas, holandesas y demás, caían. Todos y todas íbamos a lo que íbamos. Yo caí con una turca hermosa y difícil de leer que por cierto, quería ser bailarina. Fue un romance de verano clásico, de película, inocente y sublime, hasta que ella tuvo que regresar. El mundo se derrumbó. Yo pronto cumpliría 18, me casaría con ella, cambiaría mi residencia habitual a Estambul y envejecería bebiendo café turco. Tú saltas yo salto, como Jack y Rose. Entre promesas y lágrimas nos despedimos un jueves, en The Chapel. Ella tenía 16 y se iba una hora antes que yo. Había una española hermosa con la que - por reglas de ñoñeza personal - no hablaba: I was learning English and didn't want to think in Spanish. Pero acababa de perder al hasta entonces amor de mi vida. Tenía que desahogarme con alguien, in Spanish, of course. Parecía una modelo hecha de alabastro, delgada y llena de luz, escuchando. De repente, como todos los jueves, sonó esa maldita-hermosa canción: My heart will go on, de Céline Dion. Devastador, porque mi turca y yo, la bailábamos abrazaditos besándonos ante las miradas de todos. Ella se me había ido esa tarde. Mi nueva confidente española me invitó a bailarla con ella intentando animarme.
Ese fue el momento en el que por primera vez en la vida me insulté a mí mismo. Rodee con mis manos su cintura, cerré los aún tristes ojos y aspiré. El perfume de su pelo era como un vasto campo fresco, atardeciendo en primavera, dorado y mecido por el viento. Una deliciosa avalancha de suaves cardos, fértiles lavandas y millares de dulces dientes de león que flotan en el aire. O quizá algo más exquisito. Al respirarla lo supe inequívocamente y me dije Eres un cabrón. La apreté mientras ella pensaba que me quebraba de tristeza. No se ha ido la otra y ya te gustó esta. No salté nunca hacia Turquía. Abrazado a la nueva y sin remordimientos, le dije adiós a Estambul.
2.
Era 2009. Ya había cumplido los 28 y vivía relativamente feliz una sucesión de trabajos y amistades tan intensos e interesantes que me permitían disfrutar y defender mi soltería como los grandes. La humanidad comenzó a vivir la era Avatar: un mundo amargo tras el trauma de los aviones estrellándose contra las torres gemelas. Britney estaba loca y gorda, mi abuela había muerto y mi cuerpo había perdido la perfección. Las redes sociales se apoderaban de nosotros y fue así como un día hice click y encontré un maldito-hermoso avatar en Twitter: una foto perfecta. Pasaron días de coqueteo futurista, artificial y tecnológico que primero escaló a Facebook y después al chat de mi Blackberry. Sin estar muy convencido, su insistencia y mis ganas de marcha me hicieron acceder a conocernos en Technicolor. Ante un suculento plato de mejillones a la marinera, una especie de humanoide divino y fantástico, con ojos brillantes y una figura desproporcionadamente delgada me observaba. Yo iba a lo que iba, como siempre. Pero la Tierra ahora se llamaba Eywa y sus habitantes, fans de Kelly Clarkson - un producto de la imperante telerrealidad -, vivían según su último éxito: I do not hook up: I fall deep, un golpe bajo a mi obsesión por la falta de compromisos románticos. La estrategia fue darse a desear en el sexo hasta el punto en que parecía que el asunto sería tan profundo que habría más bien que unir las trenzas ciliadas de cada quien hasta que se dilataran las pupilas. Entonces caí perdidamente. Efectos especiales nunca antes vistos. Mi Jack Dawson personal resucitó y, cuando estuve listo y me sorprendí a mí mismo intentando saltar, Rose-Avatar decidió quedarse en Eywa, sin mí, vengando sin saberlo la sangre de aquella turca que se quedó esperándome en la era Titanic.
El mundo se derrumbó por segunda vez. Me pasé noches enteras intentando dormir para huír de mi condición humana y de repente despertar siendo avatar en Eywa. No lo logré y por un lado, menos mal: habría que aprender el Na'vi, un idioma ininteligible y difícil.
Después de un par de semanas, también en jueves, tuve la suerte de tener que insultarme a mí mismo por segunda vez ante un pelo perfumado (esta vez por todas esas notas olfativas que evocan estrellas de mar, corales, lunas de fuego y brisas oceánicas: un verdadero tesoro para haberla encontrado en meses de frío). Cabrón, volví a decirme. ¿No que muy enamorado? Fui muy afortunado. Con dos manos en la cintura de la confidente reloaded, esta vez mexicana (ya tocaba llevarse algo del producto nacional), y mientras nos besábamos bailando una canción de Leona Lewis (la superdotada que reemplazó a Céline en esta era), sin testigos alrededor, supe estar en paz ante la imposibilidad de visitar la tierra de los avatares, para nunca más volverla a ver.
3.
La vida y yo estamos a mano, a la espera de los días que han de venir.
Más le vale a James Cameron que en la nueva era que cree su próxima película me toque ya una escena en la que todos los del barco saltemos para nunca morir.
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Era 1999. Yo tenía 17 y estaba en Inglaterra para perfeccionar mi inglés y aprender a montar. Así fue, debo confesar, en todos los sentidos. La humanidad vivía desde hacía dos años la era Titanic: un mundo delicioso en el que la imagen mental más común era Kate Winslet desnuda, mi abuela aún no había muerto, Britney se apoderaba de nosotros y mi cuerpo era perfecto. Cada jueves, la escuela en la que estudiaba rentaba un antro que había sido capilla para que bailáramos y bebiéramos coca-colas hasta - creo - las ocho, hora en la que nos despachaban para empezar a servir alcohol a los mayores. Era yo el rey de reyes en esa pista. Ponle que había italianos, húngaros y demás mucho más galanes...nomás que yo sí bailaba. Medio mal para estándares mexicanos, pero como dios para estándares europeos. Y entonces, las rusas, holandesas y demás, caían. Todos y todas íbamos a lo que íbamos. Yo caí con una turca hermosa y difícil de leer que por cierto, quería ser bailarina. Fue un romance de verano clásico, de película, inocente y sublime, hasta que ella tuvo que regresar. El mundo se derrumbó. Yo pronto cumpliría 18, me casaría con ella, cambiaría mi residencia habitual a Estambul y envejecería bebiendo café turco. Tú saltas yo salto, como Jack y Rose. Entre promesas y lágrimas nos despedimos un jueves, en The Chapel. Ella tenía 16 y se iba una hora antes que yo. Había una española hermosa con la que - por reglas de ñoñeza personal - no hablaba: I was learning English and didn't want to think in Spanish. Pero acababa de perder al hasta entonces amor de mi vida. Tenía que desahogarme con alguien, in Spanish, of course. Parecía una modelo hecha de alabastro, delgada y llena de luz, escuchando. De repente, como todos los jueves, sonó esa maldita-hermosa canción: My heart will go on, de Céline Dion. Devastador, porque mi turca y yo, la bailábamos abrazaditos besándonos ante las miradas de todos. Ella se me había ido esa tarde. Mi nueva confidente española me invitó a bailarla con ella intentando animarme.
Ese fue el momento en el que por primera vez en la vida me insulté a mí mismo. Rodee con mis manos su cintura, cerré los aún tristes ojos y aspiré. El perfume de su pelo era como un vasto campo fresco, atardeciendo en primavera, dorado y mecido por el viento. Una deliciosa avalancha de suaves cardos, fértiles lavandas y millares de dulces dientes de león que flotan en el aire. O quizá algo más exquisito. Al respirarla lo supe inequívocamente y me dije Eres un cabrón. La apreté mientras ella pensaba que me quebraba de tristeza. No se ha ido la otra y ya te gustó esta. No salté nunca hacia Turquía. Abrazado a la nueva y sin remordimientos, le dije adiós a Estambul.
2.
Era 2009. Ya había cumplido los 28 y vivía relativamente feliz una sucesión de trabajos y amistades tan intensos e interesantes que me permitían disfrutar y defender mi soltería como los grandes. La humanidad comenzó a vivir la era Avatar: un mundo amargo tras el trauma de los aviones estrellándose contra las torres gemelas. Britney estaba loca y gorda, mi abuela había muerto y mi cuerpo había perdido la perfección. Las redes sociales se apoderaban de nosotros y fue así como un día hice click y encontré un maldito-hermoso avatar en Twitter: una foto perfecta. Pasaron días de coqueteo futurista, artificial y tecnológico que primero escaló a Facebook y después al chat de mi Blackberry. Sin estar muy convencido, su insistencia y mis ganas de marcha me hicieron acceder a conocernos en Technicolor. Ante un suculento plato de mejillones a la marinera, una especie de humanoide divino y fantástico, con ojos brillantes y una figura desproporcionadamente delgada me observaba. Yo iba a lo que iba, como siempre. Pero la Tierra ahora se llamaba Eywa y sus habitantes, fans de Kelly Clarkson - un producto de la imperante telerrealidad -, vivían según su último éxito: I do not hook up: I fall deep, un golpe bajo a mi obsesión por la falta de compromisos románticos. La estrategia fue darse a desear en el sexo hasta el punto en que parecía que el asunto sería tan profundo que habría más bien que unir las trenzas ciliadas de cada quien hasta que se dilataran las pupilas. Entonces caí perdidamente. Efectos especiales nunca antes vistos. Mi Jack Dawson personal resucitó y, cuando estuve listo y me sorprendí a mí mismo intentando saltar, Rose-Avatar decidió quedarse en Eywa, sin mí, vengando sin saberlo la sangre de aquella turca que se quedó esperándome en la era Titanic.
El mundo se derrumbó por segunda vez. Me pasé noches enteras intentando dormir para huír de mi condición humana y de repente despertar siendo avatar en Eywa. No lo logré y por un lado, menos mal: habría que aprender el Na'vi, un idioma ininteligible y difícil.
Después de un par de semanas, también en jueves, tuve la suerte de tener que insultarme a mí mismo por segunda vez ante un pelo perfumado (esta vez por todas esas notas olfativas que evocan estrellas de mar, corales, lunas de fuego y brisas oceánicas: un verdadero tesoro para haberla encontrado en meses de frío). Cabrón, volví a decirme. ¿No que muy enamorado? Fui muy afortunado. Con dos manos en la cintura de la confidente reloaded, esta vez mexicana (ya tocaba llevarse algo del producto nacional), y mientras nos besábamos bailando una canción de Leona Lewis (la superdotada que reemplazó a Céline en esta era), sin testigos alrededor, supe estar en paz ante la imposibilidad de visitar la tierra de los avatares, para nunca más volverla a ver.
3.
La vida y yo estamos a mano, a la espera de los días que han de venir.
Más le vale a James Cameron que en la nueva era que cree su próxima película me toque ya una escena en la que todos los del barco saltemos para nunca morir.
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3 comentarios:
OMG I want to hear more!
Querido: ME ENCANTÓ este post, es de una sinceridad tan pura que me cautivó. De verdad que me encantó, aplausos.
Thank you both!
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