Ella espera
a su mamá a las siete. Donde siempre. Lo sabe de memoria. Pero no sabe qué hora es. Es niña y princesa: lleva un vestido de altos vuelos blanco con flores rosas, del que entresalen sus delgados brazos, sus huesudas piernas, con esas rodillas que a ella no le gusta mirarse porque le parecen negras, arrugadas, como las de esas mugrosas re-feas. Las venas del cuello de la tarde parecen bombear con más fuerza conforme pasan los minutos y teñir el horizonte de un azul cada vez más oscuro. Pero es princesa y nadie se fija en sus rodillas: si sonríe todos van a ver el contraste de sus dientes blanquísimos resplandecer entre la oscuridad de su piel. Millones de coches, motos, autobuses, metrobuses y camiones encienden caudas multicolores y desordenadas en las principales calles y avenidas, haciendo ver a una niña de estas pequeña, frágil, estáticamente hermosa ante los cometas metálicos que sólo se detienen ante las luces de un semáforo. Tiene poquito pelo: está rapada del número 1. Cabello muy cortito, como de cadete militar. Y se siente princesa con su vestidote. Su amado vestido mágico con el que impresiona a su hermanito, contándole que cuando se lo pone vuela. ¿Qué hora será? Ya sabe bien que hay que estar alerta, tener paciencia y “no echar relajo”: mirar pa’ todos lados antes de caminar no vaya a venir un carro, esperar las luces del semáforo. ¿Será hora? ¿Será temprano? ¿Será noche?
Ella choca
estridentemente los grotescos dientes manchados de lipstick escarlata mientras a penas frena rechinando las llantas del Tsuru rojo – sucio, destartalado, con un signo de $ en la ventana que parece vivir y querer persuadir a los posibles interesados de no caer en el error de comprar semejante carcacha disfrazada - ante la luz roja del semáforo. La irregularidad en su abultado rostro se descompone aún más ante la visión de una niña pelona, que la mira fijamente y se acerca a ella. Piensa que esa escuincla seguro estaba infestada de piojos, caspa y pulgas y tuvieron que raparla en uno de esos hospicios – qué asco, qué horrrror - de gente buena que los baña y los cuida como la esposa del jefe, para que luego los pinches desagradecidos salgan a asaltar, y estas a putear en las esquinas y en el mejor de los casos a embarazarse para perpetuar la especie de los limpiaparabrisas muertosdehambre.
Las gotas de espeso sudor escurren entre las sienes entintadas. No! Nno! Grita, y las imitaciones de pulseras inundadas de cuentas abrazadas a su muñeca izquierda suenan como palos de lluvia piratas. No y ni te me acerques, sabrá Dios qué animaluchos traes [y yo me acabo de poner el tinte pelirrojo de Garnier que me salió bien carísimo. Además veo super bien aunque el vidrio esté sucio]. Eso, vetelárgate bye...
Se dice que la escuincla ahora no lo entiende, pero que si le da limosna seguro nomás patrocina el vicio del pinche drogo vago de su padre que obvio es el que la tiene pidiendo en las esquinas. Se felicita, se dice que de noche va a rezar por esta niñaja a las ánimas del purgatorio – tan milagrosas que son -, después de todo, ella es una buena católica y estamos en tiempo de recordar y vivir las enseñanzas del Señor y amar al prójimo como a uno mismo, al fin, ya nos lo dijo el padre el domingo.
Algo con aspecto asexuado muere
de nostalgia ante el vaivén que al caminar dibuja una niña sin pelo. El aturdimiento dificulta la represión del sollozo, distrae del coraje de ver cómo el coche de enfrente ha frenado con semejante irresponsabilidad. A la derecha encuentra el letrero formando un tache: MEDELLÍN / BAJA CALIFORNIA. Debo estar en la Roma o la Condesa. Y estoy viendo a mi hija viva dentro de otra, caminando con su vestido rosa. Esta tarde la ausencia era insoportable. Un par de lentes enormes, por si llega puntual y violento el llanto hoy también, como siempre. Una sudadera más grande que su talla – lo más lejano al placer del lujo en el vestir del que hoy voluntariamente quería privarse, para sentirse sin distorsión - percudida, casi monstruosa, ámbar o quizás dorada o mostaza; con la capucha puesta impidiendo a todos saber si tiene cabellos o género o cuerpo.
En absoluto anonimato salió, sin rumbo, sufriendo el despiadado flagelo de la pérdida, del vacío, del silencio. Total, ni perro que le ladre. Una auténtica alma en pena, fantasma. De su propia muerte se enterarían días o meses después: nadie notaría que no está. Y cuando no esté, nadie va a llorar. Nadie.
Hoy quiso ponerse en movimiento, como si ir hacia delante precipitara el momento del reencuentro con todas esas personas que amó y se le fueron. Con todas las que algún día besó y extraña. Como si moverse fuera a acelerar el toparse con aquellos a quienes abrazó o conoció y le fascinaron. Todos están en el extranjero, o perdidos, o en algún lado muertos porque eso del cielo ni quién se lo crea, y eso de que dios existe, menos. Godmoney [Buena movie...]. No quedaba ya ninguno ni nada, sólo una especie de certeza de que hay que continuar viviendo, andando – keep walking, pensaba – sin parar hasta recuperar lo perdido. Rebuscando entre los compartimentos, quiso encontrar monedas, deseó invitar a aquélla creatura a comer, quizás entregarle todo lo que tenía, acumulado por su familia durante perezosos siglos en este país de castas, abundante pero inservible para quien no tiene a nadie. Salió del trance, volteó, la buscó: con la vista al frente y el ceño fruncido, se había perdido, se había bloqueado. La niña, desesperada (o ignorada) se había ido de su lado. Entonces, ahí, justo a las 8 en punto, lloró.
Él acierta
al escoger y presiona el botón de Play en el estéreo de su Jetta verde, que como un acuario con ruedas, espera paciente el alto. Digo acuario porque todos los entes invisibles de los dos ocupantes van nadando a ventana cerrada, como si muchas especies marinas revolotearan en el relativamente pequeño espacio de esta nave. Son los complejos, las emociones, los secretos, los atributos del yo, los suspiros, las palabras por decir, las células muertas, los miedos, las ideas nunca dichas, y todos esos elementos que cada uno cargamos y que son partes abstractas de nosotros mismos. El célebre piano de Chris Martin suena en el track 1, reproduciendo el clásico Clocks.
Ella, pequeña viaja ignorando su hermosura en el asiento del copiloto, preguntándose si le gusta ocupar ese espacio y si quiere quedarse mucho tiempo con él. No distingue si tiene ganas de él en específico, o solamente tiene ganas de alguien. Sin duda, ella y sus entes flotantes se sienten atraidos hacia él, especialmente por sus defectos. Igual que una pequeña abolladura resalta más en un coche nuevo y moderno que un daño grande en un vehículo viejo y destartalado; a ella le encanta la cicatriz de pelea arriba de la ceja, y la panza cervecera de alguien que por definición es joven, estudiado, inteligente, impecable. Pero no está del todo segura. La versión del Rhythms del Mundo la sorprende, nunca se imaginó escuchar esta canción en ritmos cubanos, con tambores, percusiones y trompetas de fondo.
Por su parte, él y todos sus entes mueren por invitarla a quedarse siempre con él: quizás por primera vez se siente enamorado, le fascina la perfección de ella en todos los ámbitos. Tal vez es que todos sus elementos invisibles, entre tanto enfrenón y ajetreo del tráfico de la caótica Ciudad de México, se han revuelto y lo han hecho sentir así: alborotado, locamente seducido. Aún lleva el sabor de la pasta, el tinto y la buena conversación de ella en la lengua; y está esperando un postre de beso dulce, pero no sabe cómo obtenerlo. Nunca ha sido bueno para esas cosas.
Una niña morena y delgadita, tiernita, con un vestido de flores se para junto a su coche. Parece querer hablarle. Sin pensarlo, conmovido comete el trágico error de presionar el botón para abrir la ventana y escucharla. Entonces, todos los entes invisibles de los dos se precipitan hacia fuera del coche-acuario: el enamoramiento, el encanto, la deliciosa inseguridad de la primera cita salen - entre otros - disparados hacia la calle y caen al suelo, entre llantas, polvo, asfalto y basura.
Y así, unos segundos después ella se aclara: él no es tan divertido, está sobrado de peso y la soltería es rica. El coche deja de ser acuario, y vuelve a convertirse en hierro muerto que transporta a una mujer de regreso hacia su casa. Él razona otra vez bien, siente un deseo sexual desbordante, mira con lujuria la magnífica pierna bronceada de su acompañante y sabe que esta noche todavía no va a tener ni siquiera el pasional beso húmedo y largo de lengua que tanto se le empieza antojar, así que es mejor acelerar y dejarla en su puerta cuanto antes.
Nunca volverán a verse.
La princesa morena,
medio impaciente, desconcertada y valiente, no entiende por qué nadie le hace caso. No comprende las muecas groseras ni las caras de chango; no concibe – menos mal - que las expresiones de desprecio y asco son dedicadas a ella, ni mucho menos sabe la razón de los índices diciéndole que no, agitando el aire con fuerza, como amenazándola, persuadiéndola hacia el retroceso. Se confunde ante la indiferencia. En cámara lenta, las patéticas puntas de las lenguas tocan la parte de atrás de los dos dientes frontales, orquestando una clara imagen de N descomunal: la primer letra del asqueroso Nnnno! en las mezquinas bocas. ¿Quién en su sano juicio asumiría que esta niña es limpiaparabrisas? - Nadie. En realidad, no hay indicios en esta historia que lo sugieran. Es mas sugieren todo lo contrario. La mujer pelirroja es tan sólo un excepción, un dato aberrante. ¿O no?
Luego, alguien como de película de espantos que no sabe si es señor o señora no se mueve, nomás hace ruidos raros, le da miedo. No la vaya a asaltar, ya ves que es bien peligroso andar en la calle cuando es de noche, si ya se lo dijo su mamá, y su mamá lo sabe todo. Siempre lo ha sabido.
Se mueve entre los coches y no piensa Mamá no ha llegado, ni mucho menos mamá no va nunca a llegar. Solamente busca en su mente respuestas: ¿ Qué nadie ve mi vestidote de princesa? ¿Por qué esa señora me dice que no tan feo?¿Por qué est'otro no me pela?
Del tercer coche, que es verde y se paró en el alto sale una música como de cumbia o salsa pero cantada en inglés. Ella se acerca, golpea despacito el vidrio, como que al principio el joven no escucha, pero al final, quién sabe cómo se baja la ventana solita, como si fuera mágica. Algo más que una brisa, sale disparada desde la ventana y le acaricia la cara como una lluvia de plumas, o una invisible tormenta suave de nieve que cae en horizontal (o algo así maravillosamente extraño, millones de partículas en cascada, dificil de describir porque ella nunca ha sentido una tormenta de nieve ni ha visto jamás una cascada).
Él voltea y la mira, así ella puede por fin preguntar lo que los conductores de los dos coches de atrás no le permitieron...
- Oiga joven: ¿A qué horas son...?