"Acuérdate de Acapulco, de aquellas noches..."
- Agustín Lara
Hace pocos días volví a tener el privilegio de visitar Acapulco por trabajo.
Clásico: ni bien llegué inicié una entrañable y animada plática con el taxista que me llevó al hotel. Una más de todas las veces memorables en las que uno interactúa con un acapulqueño y se queda contento por esa hospitalidad y sonrisa que sólo ellos tienen.
¿Cómo está mi Acapulco? Pregunté. Hermoso, como siempre. Con sus problemas y todo pero igual de bonito.
Avanzando por la Costera, como vapor y de entre las paredes, salieron volando cientos de retazos de mí. Siempre viviré en Acapulco.
En el destino de sueño para mi abuela, que trabajaba todo el año para ahorrar y pasar una semana con mi madre y mi tío: en la Quebrada, en Pipo's, en Puerto Marqués.
En el lugar en que mis padres vivieron su luna de miel durante aquella época dorada en la que el mundo entero deseaba codearse con el jet-set que poblaba sus hermosas playas.
Allí estuve yo de niño, de adolescente y de adulto. Con presupuesto y sin él. He dormido en Elcano, en el Mayan, en el Pierre Marqués...en todos esos típicos y legendarios; y también en un coche dentro del estacionamiento del Wal-Mart de la Costera, en tiempos compartidos, casitas y modestísimos bungalows. Acapulco me ha visto sin playera, sin ropa, blanco, bronceado y rojo, borracho, pleno, sobrio, apasionado, relajado, vencedor, derrotado, en la cima de Paladium, en el fondo del Alebrije, como chalán y también como jefe. Y siempre me ha tratado igual de bien.
En Acapulco está la mano de mi madre, guardando la mía en la arena, enseñándome el sonido del mar dentro de los caracoles. Y aquellas excursiones mágicas en barco con fondo de cristal para ver a la Virgen del Mar, todo un impacto para cualquier niño. Mi primer antro: Andrómedas de Acapulco, a los 13 (y mi primer desarmador). Wow. En Acapulco está mi amigo Sours, tantas veces, en el bungee y en tantos sitios, junto conmigo. Con él me batearon de la entrada del Disco Beach aquella trágica noche en que nos fuimos a ligar gringas en spring break pero no nos dejaron entrar al Baby.
Desde la mera orilla del mar de Acapulco lloré emocionado en la boda más espectacular a la que he ido: la de Karen -que es como mi hermana- y Terry, oficiada por los cuatro elementos. Esa tarde, noche y madrugada en la que mi hermana Perla me parecía una diosa con ese vestido y amanecimos bailando ante el sol del siguiente día. En algún otro viaje ella y yo regresamos para ser parte de la inauguración de El Encanto, a partirnos el lomo y disfrutar juntos del puerto a pesar de aquella señora amargada que nos contrató medio engañándonos. También están Eduardo (en su convertible rojo, muy Luis Miguel él) y Gaby y Lorelee y Paola y Dordelly y Alan y Any en la boda de uno de los grandes: don Arturo Muradás que allí se casó entre la lluvia.
Y así podríamos seguir.
Con todo esto, estoy seguro que millones de mexicanos y extranjeros tienen los mismos - y más y mejores - recuerdos que yo. Material espiritual que está ahí, vivo, inmortal. Acapulco es asombrosamente versátil: pocos destinos del mundo se adaptan tan a la medida de la cartera y tienen tantas opciones según cada posibilidad. Ahí se gastan bien igual las monedas que los millones.
Más allá de la política alrededor de Acapulco, a la cual no me quiero y no me puedo referir esta vez (Caminar por la Costera es disfrutar, y ese goce embriaga, nubla e impide cualquier pensamiento remotamente cercano a asuntos políticos), confío en que todos estemos - como yo - con las ganas de volver a revivir y a cosechar nuevas historias.
En ese mismo viaje de taxi, pasando la Diana, antes de llegar a mi hotel, sentí algo muy fuerte: Acapulco es idéntico a nosotros. Es inevitable ser mexicano y no identificarse con ese paisaje que - igual que nuestros propios cuerpos - habla al mismo tiempo de muchas épocas de prosperidad y muchas eras de tragedia. Paisaje que expresa cómo en carne propia sabemos lo que es caer y levantarse. Fachadas de piel curtida, derrumbada, reconstruida y lista para sobreponerse a la siguiente debacle. Con una historia propia, rica y natural: aquí no se construyó nada artificialmente como en otros lados. Lo que ves es lo que hay, lo que queda después de la sobre-explotación y de las pruebas de la vida (que por cierto aún es mucho y sigue igual de vivo, abundante y hermoso que al principio, a pesar de todo). Exactamente igual que nuestros propios cuerpos.
El mejor souvenir de Acapulco es una foto panorámica, tomada con los ojos y la mente, de la bahía: probablemente la más impactante y bella del mundo. Acapulco Bay, diría Sinatra. De noche, es un bordado prodigioso lleno de luz y vida. Mientras hacía click click click mental una noche antes de regresar a la capital en medio de un yate rodeado de gringos felices que bailoteaban Macarena, le agradecí mucho, y -sabiendo que nunca iba a poder despedirme - le prometí pronto volver.
Clásico: ni bien llegué inicié una entrañable y animada plática con el taxista que me llevó al hotel. Una más de todas las veces memorables en las que uno interactúa con un acapulqueño y se queda contento por esa hospitalidad y sonrisa que sólo ellos tienen.
¿Cómo está mi Acapulco? Pregunté. Hermoso, como siempre. Con sus problemas y todo pero igual de bonito.
Avanzando por la Costera, como vapor y de entre las paredes, salieron volando cientos de retazos de mí. Siempre viviré en Acapulco.

En el lugar en que mis padres vivieron su luna de miel durante aquella época dorada en la que el mundo entero deseaba codearse con el jet-set que poblaba sus hermosas playas.
Allí estuve yo de niño, de adolescente y de adulto. Con presupuesto y sin él. He dormido en Elcano, en el Mayan, en el Pierre Marqués...en todos esos típicos y legendarios; y también en un coche dentro del estacionamiento del Wal-Mart de la Costera, en tiempos compartidos, casitas y modestísimos bungalows. Acapulco me ha visto sin playera, sin ropa, blanco, bronceado y rojo, borracho, pleno, sobrio, apasionado, relajado, vencedor, derrotado, en la cima de Paladium, en el fondo del Alebrije, como chalán y también como jefe. Y siempre me ha tratado igual de bien.
En Acapulco está la mano de mi madre, guardando la mía en la arena, enseñándome el sonido del mar dentro de los caracoles. Y aquellas excursiones mágicas en barco con fondo de cristal para ver a la Virgen del Mar, todo un impacto para cualquier niño. Mi primer antro: Andrómedas de Acapulco, a los 13 (y mi primer desarmador). Wow. En Acapulco está mi amigo Sours, tantas veces, en el bungee y en tantos sitios, junto conmigo. Con él me batearon de la entrada del Disco Beach aquella trágica noche en que nos fuimos a ligar gringas en spring break pero no nos dejaron entrar al Baby.
Desde la mera orilla del mar de Acapulco lloré emocionado en la boda más espectacular a la que he ido: la de Karen -que es como mi hermana- y Terry, oficiada por los cuatro elementos. Esa tarde, noche y madrugada en la que mi hermana Perla me parecía una diosa con ese vestido y amanecimos bailando ante el sol del siguiente día. En algún otro viaje ella y yo regresamos para ser parte de la inauguración de El Encanto, a partirnos el lomo y disfrutar juntos del puerto a pesar de aquella señora amargada que nos contrató medio engañándonos. También están Eduardo (en su convertible rojo, muy Luis Miguel él) y Gaby y Lorelee y Paola y Dordelly y Alan y Any en la boda de uno de los grandes: don Arturo Muradás que allí se casó entre la lluvia.

Con todo esto, estoy seguro que millones de mexicanos y extranjeros tienen los mismos - y más y mejores - recuerdos que yo. Material espiritual que está ahí, vivo, inmortal. Acapulco es asombrosamente versátil: pocos destinos del mundo se adaptan tan a la medida de la cartera y tienen tantas opciones según cada posibilidad. Ahí se gastan bien igual las monedas que los millones.
Más allá de la política alrededor de Acapulco, a la cual no me quiero y no me puedo referir esta vez (Caminar por la Costera es disfrutar, y ese goce embriaga, nubla e impide cualquier pensamiento remotamente cercano a asuntos políticos), confío en que todos estemos - como yo - con las ganas de volver a revivir y a cosechar nuevas historias.
En ese mismo viaje de taxi, pasando la Diana, antes de llegar a mi hotel, sentí algo muy fuerte: Acapulco es idéntico a nosotros. Es inevitable ser mexicano y no identificarse con ese paisaje que - igual que nuestros propios cuerpos - habla al mismo tiempo de muchas épocas de prosperidad y muchas eras de tragedia. Paisaje que expresa cómo en carne propia sabemos lo que es caer y levantarse. Fachadas de piel curtida, derrumbada, reconstruida y lista para sobreponerse a la siguiente debacle. Con una historia propia, rica y natural: aquí no se construyó nada artificialmente como en otros lados. Lo que ves es lo que hay, lo que queda después de la sobre-explotación y de las pruebas de la vida (que por cierto aún es mucho y sigue igual de vivo, abundante y hermoso que al principio, a pesar de todo). Exactamente igual que nuestros propios cuerpos.
El mejor souvenir de Acapulco es una foto panorámica, tomada con los ojos y la mente, de la bahía: probablemente la más impactante y bella del mundo. Acapulco Bay, diría Sinatra. De noche, es un bordado prodigioso lleno de luz y vida. Mientras hacía click click click mental una noche antes de regresar a la capital en medio de un yate rodeado de gringos felices que bailoteaban Macarena, le agradecí mucho, y -sabiendo que nunca iba a poder despedirme - le prometí pronto volver.
